Las quimioterapias
Una vez que se supo la noticia del
cáncer se hicieron todos los preparativos para comenzar la quimioterapia. Se
contactó la cita con la Dra. del Hospital Razetti de Barcelona y ella dio todos
los récipes y órdenes correspondientes para comenzar ya el tratamiento. Y a la
semana siguiente ya estábamos recibiendo la primera sesión.
Es importante decir, como
información, que “el tigre no es como lo
pintan”, como dice nuestro refranero popular. Porque, es un mundo de mundo
lo que se puede uno imaginar de las cosas que no conoce e inventar de ellas cosas
que en verdad en nada se acercan a la verdad, ni siquiera se asoman un poquito.
Nada sabía yo en qué consistían las quimioterapias, pero no dejaba de pensar
muchas cosas, que ahora ni me acuerdo, de lo qué y cómo podría ser. Llegado el
lunes asignado para iniciar el tratamiento un susto inexplicable rondaba en mis
emociones. Y conmigo los que me circundaban: familia y cercanos de la
parroquia. Todos estábamos a la expectativa de cómo sería. Tal vez, no lo
niego, ya me lo habían dicho cómo era, pero, no recuerdo que me hubieran dicho
que era realmente muy sencillo. No era tan, ni siquiera un tantico.
Llegada la hora y con ella la Dra. y
la enfermera de turno, me hicieron pasar a una sala con dos sillas tipo sillón
reclinable hasta con apoya pie. Muy cómodo. En una de ellas ya estaba instalado
un señor, y por la manera de desenvolverse, era ya un experto en esos
menesteres de quimio. La enfermera conversaba muy amenamente con él mientras
manipulaba algunos instrumentos de enfermería como las inyectadotas y unas
bandejas de acero inoxidable. Oí que lo llamaba “señor Pedro” en su
conversación cada vez que decía o comentaba cualquier cosa en su intercambio
enfermera-paciente. Me senté en la silla que estaba vacía al lado del señor
Pedro y creo que comenzaba a estar más que cómodo. Saludé a la enfermera y
también al señor Pedro, a quien, también lo llamé como lo llamaba la enfermera.
O sea, que ya había entrado en confianza.
El señor Pedro tenía un peluquín
para disimular su cabeza rapada. Al principio daba como risa aquel peluquín,
pero, una vez entrado en conversación con el señor Pedro, se sentía que el
peluquín era parte de su personalidad y le sentaba muy bien. Le daba una cierta
elegancia y un cierto porte de seguridad. Le sentaba el peluquín, sin duda.
La enfermera trajo dos parales para
colocar el tratamiento, uno para el señor Pedro, y, otro para mí. Los ubicó
junto a cada sillón-poltrona de color morado. El del señor Pedro estaba a su
derecha, y el mío, a mi izquierda. O sea, que estaban haciendo pareja los dos
parales. La enfermera fue por una de las bandejas plateadas toda repleta de
inyectadotas y algunas cosas más de su oficio. Sonaba la bandeja al movimiento
de la enfermera. Colocó la bandeja en el apoya brazos derecho del sillón del
señor Pedro y trajo hacia ella una silla tipo taburete para sentarse justo
hacia el lado derecho del señor Pedro. O sea, casi de espaldas hacia mí, que no
me perdía detalles de lo que estaba haciendo la enfermera porque, con toda
seguridad eso mismo haría conmigo cuando me tocara el turno. Sacó una liga de
color marrón y con ella apretó el brazo derecho del señor Pedro, a la altura
del músculo, por encima del codo, dándole una vuelta a la liga. Frotó varias
veces el brazo del señor Pedro y dio algunos golpecitos como para cerciorarse
de las venas y decidir cuál escoger, mientras iba conversando con el señor
Pedro, quien a su vez, intercambiaba en su diálogo, a la vez que comenzaba a
apretar las quijadas, al punto de verse que apretaba los dientes, preparándose
para el dolor del pinchazo de la inyectadora.
Por el gesto de la cara ya se suponía que la aguja de la inyectadora
estaba entrando en el brazo del señor Pedro. Cerró los ojos y arrugó un poquito
la cara. En eso se oyó un clack producido por el afloje de la liga del brazo.
-Ya está- dijo la enfermera y se sintió que la cara del señor Pedro volvía a
tener su expresión de antes. Ya había tomado la vía para colocar el
tratamiento. Y enseguida le conectó a la manguera de paral el inicio de la
hidratación, para en poco tiempo después, comenzar a colocar los medicamentos
preventivos, como para evitar cualquier alergia y el protector gástrico. La
enfermera previno al señor Pedro que ante cualquier cosa que sintiera que
dijera inmediatamente, y se levantó de su taburete, porque ya estaba hecha una
parte. Yo no me perdía detalles. Tal vez, sin saberlo, estaría aplicando y
gesticulando fisiológicamente lo que decíamos en el número cinco del primer
capítulo, cuando decíamos, que: El
levantar las cejas en expresión de sorpresa permite un mayor alcance visual y
también que llegue más luz a la retina, lo que permite tener mayor información
de lo que está sucediendo y precisarlo para idear mejor lo que se va a hacer de
inmediato (véase página 12 y siguientes). Aunque yo no tenía más que esperar
cuando me tocara. Y, por lo que había visto, por lo menos esa parte era muy
sencilla, o ya la conocía cuando lo de la hospitalización y toda aquella
historia de la operación.
No fue de manera inmediata que me tocó el turno. Eso nos dio algún
tiempecito para conversar entre el señor Pedro y yo. Sobre todo para
cerciorarme que no era tan complicada la cosa. Como a los diez minutos apareció
la enfermera y arrimó hacia el lado mío el taburete al igual que colocaba la
respectiva bandeja de aluminio sobre el apoya brazo izquierdo del sillón.
Conversamos como si fuésemos muy viejos conocidos. Tal vez, ella lo hacía como
estrategia para que yo me la tomara con calma y no estuviera nervioso, y que a
decir verdad, creo que no lo estaba. Ella tomó su liga y buscó mi brazo
izquierdo, porque el derecho daba hacia la pared, y por ahí hubiera sido casi
imposible. Le dio una vuelta con la liga al brazo, más abajo del codo, y
apretó. Dio unos golpecitos al brazo y con un algodón untado de alcohol frotó
la piel buscando la vena que más seguridad le diera. Y lo demás ya se sabe: el
pinchazo, el arrugar la cara, como de rutina, y el respirar un poquito más
fuerte, como para que no duela, pero, igual duele, hasta que la vía ya esté
tomada para el tratamiento. Todo listo. Después la enfermera hizo todo el
procedimiento de rutina para ella y se retiró unos diez o quince minutos, para
dejar que el cuerpo se hidratara con la solución que colocan antes, y regresó a
colocar los medicamentos preventivos para evitar cualquier reacción. Ella iba
explicando con mucha paciencia qué cosa era esto y qué aquello, y, yo, tal vez,
con los ojos más abiertos de lo normal iba asintiendo con la cabeza como
dándome por enterado del procedimiento médico. Dentro de otro tiempo vino
propiamente el tratamiento de la quimioterapia. La enfermera me informó que se
comenzaba con los medicamentos propiamente dichos y que ante cualquier reacción
que lo dijera de inmediato para actuar, en caso de haberlo. Pero, todo iba muy bien.
Todo siguió su rumbo. No hubo
novedades, ni para el señor Pedro ni para mí. Así estuvimos hasta cerca de las
doce del mediodía cuando terminamos la primera sesión. Después de hacer los
cambios de envases con sus respectivos medicamentos, la enfermera estaba
pendiente de todo y venía con frecuencia a verificar y comprobar que todo iba
bien, como iba, de hecho. En esa primera sesión, comenzando, fue que vino la
Dra. a saludar y a conversar un ratico conmigo y fue cuando me preguntó si ya
había comenzado a escribir el libro…
Todo salió muy bien. Nada de
especial.
Nos fuimos a la casa. Al día
siguiente correspondía el segundo día de la quimio, pero en el Oncológico del
Hospital. Todos estaban como asustados de las posibles reacciones, pero no
sucedía nada, menos mal. Todo iba como si nada. Fuimos al día siguiente al
Oncológico para la segunda parte de la primera sesión. Muy parecida a la
anterior. Nada de especial. Sólo cambiaba el lugar y algunos detalles de
logística, no más. Igual que la anterior, salimos casi al mediodía. Como si
nada. Nada de especial. Bueno, sí; el dolor de espaldas había ya desaparecido
desde el mismo lunes en la tarde, y eso ya era mucho que decir.
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